Comentario
El 22 de septiembre de 1980 el Consejo de mando de la Revolución, el supremo órgano del Partido Baas y del Estado iraquí, dio la orden de "dar golpes disuasorios a los objetivos militares iraníes". Con ello comenzó una guerra que acabó por complicar la situación en el Medio Oriente.
En realidad, los incidentes fronterizos se remontaban a comienzos de mes y, además, tenían una larga tradición entre dos países con una frontera de 1.500 kilómetros; por si fuera poco, un atentado contra el líder iraquí Sadam Hussein fue interpretado como una maniobra del adversario iraní. De cualquier modo, el antecedente más inmediato debe remontarse al Tratado suscrito en Argel entre Irán e Irak a comienzos de 1975 por el que el sha había obtenido una parte del Chatt-el-Arab, la confluencia entre el Tigris y el Eufrates, que Irak no tuvo menos que aceptar. Ahora tenía la oportunidad de revocar aquellas concesiones, dadas las dificultades por las que pasaba Irán tras la revolución y dada su colaboración ya concluida con los soviéticos que había contribuido a consolidar el régimen. La interpretación acerca del lugar en que corría la frontera era por completo antitética de modo que Irak consideraba que el río era suyo e Irán juzgaba que, siendo internacional, le correspondía la mitad de la zona de desembocadura. Toda una galaxia de realidades confluyentes contribuyó a hacer el conflicto inevitable. La Revolución iraní contenía amenazas claras para la estabilidad iraquí no sólo porque los iraníes infiltraron saboteadores en el país vecino en ayuda de la sublevación kurda sino porque en él había una importante población chiíta e incluso esta versión de la religión musulmana había tenido allí su origen y primer desarrollo. El mismo Jomeini, que había vivido allí nada menos que catorce años, juzgaba que el Baas, el partido único laico de Irak, había prostituido la religión islámica. Irán, además, como hemos visto, trasladó a una guerra en la frontera sus propias dificultades políticas y económicas internas. Jugó también un papel importante, en fin, el hecho de que permaneciera disputado el liderazgo de los países árabes, una vez que Egipto había optado por dirigir sus esfuerzos a la reconstrucción interna y la confrontación entre una política laica y otra clerical.
La guerra, que en realidad vino a reproducir un choque muy frecuente entre dos civilizaciones competitivas, desde la óptica de los observadores occidentales fue, como ha escrito un especialista, un conflicto entre dos países difíciles de distinguir, de cuatro letras, combatida con las armas de 1980, las tácticas de la Primera Guerra Mundial y las pasiones de los tiempos de las Cruzadas.
El alto mando iraquí -en concreto Sadam Hussein- hizo, como le sucedería más adelante en 1990, un planteamiento muy errado debido a una interpretación poco informada de la realidad. En una primera etapa, confiados en la supuesta debilidad del Ejército iraní como consecuencia de la etapa revolucionaria, los iraquíes parecieron penetrar sin dificultad en territorio enemigo. En ese momento pensaron, por un lado, en una incorporación de territorio adversario a su nación y especularon incluso con la posibilidad de, así, triplicar su producción petrolífera hasta convertirla en equivalente en Arabia Saudí y, por otra, en dividir al adversario en diversas unidades políticas.
Pero a partir de los primeros meses de 1982 no solamente el Ejercito iraquí había demostrado menor agilidad de la prevista haciendo imposible una guerra relámpago, sino que los combates parecieron convertirse en una guerra de posiciones como la de 1914-1918 en Francia. Por más que el Ejército iraní estuviera parcialmente desarticulado como consecuencia de la revolución el hecho fue que empezó a pesar la superioridad demográfica del adversario (40 millones de iraníes frente a sólo 14 de iraquíes) y también la movilización provocada por el sentimiento religioso. En efecto, las unidades regulares se vieron acompañadas, incluso por razones políticas, de "guardias islámicos de la revolución" o "pasdarans", que no temían lanzar ataques en oleadas casi suicidas. Irán no sólo no se hundió sino que la guerra contra el adversario fronterizo le sirvió para trasladar su Ejército contra él, entrenar sus milicias políticas y alejar la atención de las dificultades propias. En cambio, Irak empezó a conocer las consecuencias de su imprudencia. No sólo su Ejército se descubrió mucho menos efectivo de lo previsto sino que provocó un realineamiento de la política internacional del Oriente Medio por completo contraria a sus intereses. Irán fue sostenido por las potencias árabes más radicales como Libia y Siria; esta última era esencial para Irak puesto que el oleoducto que pasaba por ella fue cerrado y por lo tanto la exportación de petróleo iraquí se redujo a menos de un tercio. Incluso Israel acabó apoyando a Irán de forma indirecta proporcionándole armas. Claro está que Irak también tuvo aliados, las potencias árabes más conservadoras, para las que la expansión de la Revolución islámica constituía no ya un problema grave sino de mera supervivencia.
Desde 1984 a 1988 iraníes e iraquíes, impotentes para vencer en el campo de batalla, se dedicaron a bombardear las ciudades del adversario sin el menor inconveniente para alcanzar a la población civil. Además, deseosos de estrangular la capacidad económica enemiga, atacaron a los petroleros provocando la internacionalización del conflicto. Desde marzo de 1987 los norteamericanos reforzaron su presencia militar en la zona para proteger la navegación pero jugando también un papel ambivalente, pues si apoyaban a Irak de cara al exterior tampoco tuvieron inconveniente en proporcionar armas a Irán siguiendo una vía subterránea; en realidad, apoyaron siempre al beligerante que estaba en peores condiciones. La guerra, de cualquier manera, había adquirido unas características de brutalidad inusitadas por ambas partes: ya en sólo los tres primeros años de la misma fuentes occidentales calculaban el número de muertos en varios centenares de miles. En total pudo haberse producido un millón de muertos, dos de heridos y otros tantos de refugiados. Irán perdió la refinería de Abadán y hubo de recurrir a las importaciones para tener productos derivados del petróleo. Los norteamericanos perdieron una fragata de su fuerza naval destinada a controlar las rutas marítimas.
Finalmente, después de que los ataques del Ejército iraní sobre las posiciones iraquíes resultaran, durante los primeros meses de 1988, tan carentes de efectividad como los realizados por Irak en 1980, Jomeini acabó aceptando una resolución de la ONU que imponía la paz. Pero ésta fue precaria en grado sumo: la posterior Guerra del Golfo no puede entenderse sin estos antecedentes. Durante muchos años el cuello de botella del Estrecho de Ormuz, ruta esencial por la que circula buena parte del petróleo del mundo, seguiría siendo un punto estratégico de la máxima importancia.